La Fuerza Especial BAUM

UNA GENIALIDAD DE PATTON

 

LA FUERZA ESPECIAL BAUM

     Cuando la guerra con Alemania estaba a punto de finalizar, el general Patton encargó al capitán Baum una operación destinada a liberar a 900 presos de un campo de prisioneros situado a más de 100 km. Aún sabiendo que prácticamente no tenía ninguna posibilidad de éxito, Baum llevó a cabo tan absurda misión.
 
Por Mariano Fontrodona
(Artículo publicado por la revista “Historia y Vida”)
 
     Pese a que el día era desapacible, los caminos estaban enfangados, y una niebla tenaz cerraba el horizonte, el general William M. Hoge, del Tercer Ejército de los Estados Unidos, se sentía feliz y optimista. La Cuarta División Acorazada, a cuyo frente se encontraba desde hacía apenas un mes, se hallaba en el candelero de la popularidad y aparecía cotidianamente en la prensa del ancho mundo. Después de capturar el puente de Remagen, había cruzado el Rhin y galopaba hacia el río Main, que era el próximo obstáculo. Aquel lluvioso día —24 de marzo de 1945—, los hombres de la Cuarta Blindada habían ganado treinta y tantos kilómetros. Una unidad avanzada, el llamado comando de combate A, había vadeado el río por Hanau, al este de Frankfurt, mientras el comando B, lo había cruzado algo más hacia el sureste, junto a Aschaffenburg.
La extraña orden telefónica
     Al filo del mediodía, Hoge recibió una llamada telefónica de su inmediato superior, y gran amigo, el general Manton S. Eddy, que desde agosto del pasado año mandaba el XII Cuerpo de Ejército. Una extraña llamada que había de causarle grandes sinsabores y mantenerle muchas noches en vela. «Sé que es un asunto singular —dijo Manton Eddy, como si pidiera disculpas de antemano—, pero Patton desea mandar a una fuerza especial, cien kilómetros por detrás de las líneas enemigas, para intentar liberar a unos novecientos prisioneros de guerra americanos, del campo de Hammelburg...»
 
     Al atardecer, fue el mismísimo George Patton, general en jefe del Tercer Ejército, quien llamó por teléfono al sorprendido Hoge. Al dar las órdenes para la ejecución de la misión especial, se percibía una ligera alteración en el tono, habitualmente jocoso, de Patton. Al final, hizo una alusión al famoso golpe de mano llevado a cabo por los hombres de MacArthur contra un campo de prisioneros de Filipinas: «¡Vamos a conseguir que la incursión contra Cabanatuan resulte una minucia...!» 
 
     Aquella noche, Hoge no logró conciliar el sueño. La orden de Patton le parecía absurda. La Cuarta División acorazada estaba ya extendida y tirante como un muelle, a lo ancho de treinta y dos kilómetros. ¿Para qué serviría dividir ahora sus ya escasas fuerzas, cuando la guerra se acercaba a su fin? Los campos de prisioneros de guerra eran muchísimos... ¿Qué tenía de particular el de Hammelburg? Cuando amaneció el 25 de marzo, Hoge se decidió a ponerse en contacto con su inmediato superior, el general Manton S. Eddy, para comunicarle sus aprensiones, y tratar de inducirle para que convenciera a Patton de lo peligroso del empeño. Pero a primeras horas de la mañana llegó un emisario del cuartel general del Tercer Ejército. Era el comandante Alexander Stiller, un tipo de película, alto, desgarbado, taciturno e inexpresivo. Había sido «ranger» en Texas, y luego sargento bajo las órdenes de Patton, durante la guerra de 1914-1918, en Francia. Se le consideraba como uno de los pretorianos más adictos y fanáticos de George Patton. Al llegar, se limitó a decir que «acompañaría a la expedición contra Hammelburg...» Más tarde, llamaron a Hoge desde el puesto de mando del XII Cuerpo de Ejército. Era el general de brigada Ralph Canine, uno de los subalternos de Eddy, y se hallaba en un estado de gran excitación. Patton en persona se había presentado en el puesto, y al no encontrar a Manton Eddy, quería hablar inmediatamente con Hoge. En el auricular resonó la voz aguda del comandante del Tercer Ejército: «Oiga, Hoge...Cruce el río Main y diríjase a Hammelburg. ¡Quiero que lleve adelante el plan!». Bill Hoge replicó que no podía prescindir de un solo tanque, ni de un solo hombre. Su situación era delicada; las recientes bajas de su división no habían sido cubiertas.
 
     —«¡Le prometo que le reintegraré cada soldado y cada vehículo que pierda! —gritó Patton encolerizado—. ¡Es una orden!»
 
     Cuando Hoge colgó el teléfono, resignado a obedecer aquella orden insensata, Stiller, que se hallaba a su lado, le dijo que el «viejo» estaba decidido a liberar a los prisioneros del campo de Hammelburg, y que nadie, «ni Bradley, ni Eisenhower, ni el presidente, ni Dios, le haría cambiar de idea.» El «quid» del asunto era que, entre los cautivos, figuraba el oficial John Waters, yerno de George Patton.
 
     El «Offizierslager XIII B» (campamento de oficiales prisioneros), estaba situado en un altozano, sobre una escarpadura, a unos cinco kilómetros al sur de la ciudad de Hammelburg, a orillas del rio Fräkische Saale. Había sido creado en el año 1941 y sus primeros huéspedes fueron cerca de tres mil miembros del Real Ejército Yugoslavo, hechos prisioneros por los alemanes en la breve campaña de aquel año. Con el paso del tiempo, los uniformes de los servios —como ellos mismos gustaban de llamarse—, se habían convertido en puros harapos; pero los ostentaban con orgullo, con los brillantes adornos y las condecoraciones colgadas del pecho. En enero de aquel año 1945, llegaron al campo ochocientos oficiales norteamericanos, que habían sido capturados, en su mayoría, al comenzar la batalla del Bulge. Había entre ellos escasa disciplina, y no mostraban excesivo respeto hacia sus mandos de mayor graduación. Los yugoslavos los acogieron muy bien, y se produjo una amplia camaradería. En el «OFLAG XIII B» apenas existía ninguna actividad organizada de carácter interno; solo funcionaban los servicios religiosos dominicales. Y a nadie le preocupaba idear proyectos de fuga, puesto que la guerra iba a terminar pronto. Los paquetes de la Cruz Roja llegaban una vez por mes, y desde luego no bastaban para remediar la escasez de las raciones del campamento.
 
     Al parecer, un mes antes de los sucesos que narramos, tres oficiales yanquis, que se habían escapado del Tercer Reich cruzando Polonia y Rusia occidental, le habían contado al general John Deane —jefe de la misión militar aliada en Moscú—, que el hijo político de Patton, John Waters, junto con otros
americanos, había sido trasladado al campo de Hammelburg. Deane, como es natural, telegrafió la noticia a Eisenhower, y el generalísimo aliado no perdió tiempo en comunicarlo a su amigo George Patton. A regañadientes, y sin más alternativa que la de cumplir la orden, Hoge envió a uno de sus fieles ayudantes al teniente coronel Creighton Abrams, jefe del Comando de Combate B, de la Cuarta División Acorazada, que acababa de tomar un puente ferroviario sobre el río Main.
 
     Abrams reaccionó inmediatamente, y telefoneó a Hoge, advirtiéndole que se trataba de un plan descabellado, y que una sola compañía, aunque se la reforzara, sería aniquilada totalmente. Para semejante golpe de mano, era preciso enviar todo el comando B. Pero Hoge contestó que el general Eddy se negaba a mandar tanta gente a una misión excesivamente arriesgada. En el cuartel general del XII Cuerpo de Ejército, y en la Cuarta División, eran ya varios los jefes que sabían algo relativo a la presencia del yerno de Patton entre los cautivos de Hammelburg. Stiller, según parece, se lo había dicho, confidencialmente, al general Hoge y a los tenientes coroneles Creighton Abrams y Harold Cohen. Pero les recomendó discreción, y sobre todo, que no lo supiera la tropa. El capitán Abraham Baum, natural del neoyorquino barrio del Bronx, era un fornido mocetón, de metro ochenta y cinco de estatura, de modales enérgicos y pelo cortado casi al rape. En la vida civil había sido empleado de una fábrica de blusas. Por su valor y dotes militares, había alcanzado el grado de capitán y el puesto de oficial de Inteligencia del 10º Batallón de Infantería, de la Cuarta División Acorazada. 
 

La Fuerza Especial Baum

     A primeras horas de la tarde del 26 de marzo, Baum se hallaba durmiendo la siesta, en el interior de un carro blindado. Alguien le despertó,  zarandeándole, con el encargo de que debía presentarse, inmediatamente, al puesto de mando del comando B. De momento, medio amodorrado, pensó en un posible arresto o «paquete». Como asiduo lector de la historia militar americana, acaso recordó que ochenta y dos años antes, en una calurosa noche de julio, el general Meade fue desvelado y arrancado de su tienda de campaña, para pasar a mandar el ejército del Potomac y defender a la Unión en Gettysburg. Cuando el teniente coronel Abrams le hizo saber que iba a mandar una fuerza especial, destinada a liberar a novecientos prisioneros, detrás de las líneas alemanas. Baum abrió unos ojos como platos, pero no hizo objeción alguna. Tuvo, eso sí, un rasgo de humor. Encarándose con el jefe de su batallón, Cohen, sonrió y le dijo: «No se van a librar ustedes de mí, con eso.. Volveré».
 
     Los preparativos para disponer la partida de la «Fuerza Especial Baum» —que es el nombre que se le dio en los partes de la División—, se llevaron a cabo febrilmente y con suma rapidez. A las siete de la tarde el grupo se hallaba listo para emprender la fantástica aventura. En total, se componía de trescientos noventa y siete hombres, todos ellos experimentados veteranos, diez tanques «Sherman», otros seis tanques de tipo ligero, tres cañones de asalto de 105 milímetros, veintisiete camiones-oruga para trasladar a los prisioneros, siete «jeeps» para Baum y sus subalternos, y un vehículo auxiliar sanitario. Las instrucciones que le llegaron al capitán Abraham Baum, del cuartel general, aunque breves, eran poco concretas. Debía internarse cerca de cien kilómetros a través del frente enemigo, con una fuerza demasiado débil para soportar un contraataque de cierta entidad. Se vería obligado a aprovecharse de la sorpresa del enemigo, y a confiar algo en la buena estrella. En definitiva, como escribió más tarde el propio Baum, en su informe, publicado bajo el título Notes on Task Forces Baum, «se trataba de internarse en país desconocido, para luchar Dios sabía contra qué, y traer de vuelta novecientos pasajeros». Otra cosa que irritó al capitán Baum fue la presencia del comandante Stiller, del estado mayor de Patton, que debía formar parte de la gira campestre. «Será sólo un observador, sin mando de ninguna clase —aseguró el teniente coronel Abrams— George Patton quiere que se curta un poco en la batalla...» Pero la explicación distaba mucho de ser creíble. Si había un hombre, en el Tercer Ejército, con cara de aguerrido, curtido, y de malas pulgas, ese era Al Stiller. 
 
 

En terreno enemigo

     A las nueve de la noche del 26 de marzo, el grueso del comando de combate - B cruzó el río Main, con la finalidad de abrir una brecha en la que se suponía débil defensa alemana, para permitir el paso de la Fuerza Especial. Pero el servicio de Inteligencia americano había sido notoriamente optimista. Creighton Abrams se vio obligado a echar toda la leña al fuego para quebrantar la dura línea germana. De manera que todo el plan comenzó ya con retraso, puesto que era medianoche cuando la fuerza mandada por Baum pudo, por fin, cruzar el puente y poner rumbo hacia el Este. Hammelburg se hallaba a noventa y cinco kilómetros en aquella dirección. En cabeza iban los tanques, literalmente cubiertos por los soldados de infantería que se habían subido a  ellos; ya que los camiones acarreaban los suplementos de municiones, víveres y gasolina. Luego venían los cañones de asalto, los «jeeps» y demás vehículos. La noche, seca, cálida y sin luna, favorecía la sorpresa y daba un tono irreal a las cosas. Atravesaron los primeros pueblos, dormidos, sin hallar resistencia. De vez en cuando, los soldados, creyendo divisar algún oculto tirador, lanzaban una granada de mano a una puerta o a una ventana. La presencia de algún viejo carro, o de un tractor agrícola, hizo que los artilleros de los tanques perdieran los nervios y dispararan innecesariamente, para barrer obstáculos.
 
     Entretanto, las noticias de la incursión nocturna comenzaron a llegar, a ritmo creciente, sobre el cuartel general del Séptimo Ejército alemán. La primera idea de Felber, al ser despertado y puesto en antecedentes por su ayudante, fue la de que se trataba de un ataque de Patton. Una aureola de temeridad, decisión y cierta locura, rodeaba ya el nombre del general americano, comandante del Tercer Ejército. Por consiguiente, se cursaron órdenes para que las unidades cercanas se aprestaran al contraataque, a fin de bloquear el avance de los yanquis. Pero Baum avanzaba a rienda de «bazookas». Con las primeras luces del alba, la Fuerza Especial, que había recorrido ya más de cuarenta kilómetros, atravesó la ciudad de Lohr. Algunas barricadas improvisadas, que obstruían las calles, frenaron la rapidez del avance americano. Un «panzerfaust» (puño antitanque), disparado a quemarropa, destruyó un carro blindado «Sherman».
La ruta de la Fuerza Especial Baum
 
     A la salida de Lohr, la columna se dirigió hacia el noreste, siguiendo la orilla izquierda del Main. Con escaso intervalo, se cruzaron con una caravana integrada por muchachas nazis, uniformadas, a las que ametrallaron, entre dos luces; y con un convoy antiaéreo, sobre raíles, cuya locomotora y varias unidades destruyeron los tanquistas a cañonazos. Cerca de Gemünden —una localidad situada en la confluencia de los ríos Saale y Sinn—, Baum tuvo el presentimiento de que se les preparaba una emboscada, y ordenó absoluto silencio, prohibiendo la utilización de la radio. Un paso a nivel cerrado, y un tren de municiones en marcha, cerraron el paso a la Fuerza Especial. De repente se produjo un fragor de gritos, disparos de ametralladora, cañonazos, y explosiones de los vagones incendiados. El teniente William Nutto, a la cabeza de los tanques «Sherman», dio un rodeo y se dirigió al centro de la ciudad, pero fue nuevamente detenido por la voladura de un puente. Se habían producido ya las primeras bajas. El teniente William Nutto recibió una herida en el pecho, mientras el propio capitán Baum era alcanzado por esquirlas de granada en la mano derecha y en una rodilla. Se vieron obligados a retroceder, abandonando Gemünden y dando un rodeo en busca de una nueva carretera hacia Hammelburg, a lo largo de la orilla oeste del río Sinn. Eran cerca de las nueve de la mañana cuando Baum envió un mensaje al puesto de mando de Abrams, solicitando protección aérea.
 
     Mientras el general alemán Felber, desde el cuartel de mando del Séptimo Ejército, ordenaba que todas las fuerzas disponibles se dirigieran contra los atrevidos americanos, un paracaidista, hecho prisionero, explicó a Baum que el mejor lugar para cruzar el Sinn era en Burgsinn, unos trece kilómetros más arriba de Gemünden. Cerca del río, un general teutón, con su chófer, su «Wolkswagen», e impecablemente uniformado, fue a meterse, por error, dentro de la fuerza americana. Baum, que comenzaba a ponerse nervioso, gritó: «Metan a este cerdo en un camión y sigamos adelante.»
 
Tanque Sherman en Reichsstraße 27 –
avanzando hacia Hammelburg
 

El campo de prisioneros de Hammelburg

     Rápidamente la columna de Baum cruzó el Sinn y se internó a través de un estrecho camino de montaña. La marcha era muy difícil, pero no encontraron enemigos. En pleno bosque, toparon con un grupo de prisioneros rusos, que al enterarse del avance americano, habían desarmado a sus guardianes. Los rusos dijeron a Baum que iban a dedicarse a la lucha de guerrillas, hasta que llegara el grueso del Ejército de Patton. Eran las dos y media de la tarde cuando los primeros tanquistas de la Fuerza Especial divisaron, encandilados, las cercanas casas de Hammelburg. Baum dio una orden y toda la columna abandonó la carretera y comenzó a trepar por la colina donde se alzaba el «Oflag XIII B». Pero pronto aparecieron varios tanques alemanes que se enfrentaron  a los norteamericanos. El sargento Charles Graham se adelantó con los tres cañones autopropulsados, de 105 milímetros y en pocos minutos, toda la loma quedó envuelta en el humo de la pólvora, iluminada de cuando en cuando por las llamaradas de los obuses. Los prisioneros se habían dado cuenta de la proximidad de las tropas de Baum. El coronel Goode, y el jesuíta Paul Cavanaugh, capellán de la 106 División, intentaron poner orden entre los cautivos e infundirles serenidad. «Esa es la forma como principia una batalla de carros, padre —explicó Goode—. He visto ya muchas. Los muchachos del general  Patton se están acercando.»
 
El Oflag XIII B
 
     Mientras el padre Cavanaugh se disponía a decir misa, en su barracón, con un centenar de compatriotas, los altavoces del campo comenzaron a sonar: «¡Los prisioneros deben permanecer en sus camastros!» Mientras el jesuíta leía el Evangelio, cayeron varias granadas, muy próximas. «Si algo ocurre —dijo el capellán— no tenéis más que tenderos en el suelo. Voy a daros la absolución general.»
 

La liberación de Hammelburg

 

     Desde el piso del barracón, el coronel Goode observaba, fascinado, a los tanques «Sherman» que ascendían la cuesta, vomitando fuego por sus cañones. A su lado permanecía silencioso el oficial John Waters, yerno del general Patton. Era un hombre joven, de unos treinta y nueve años, oriundo de Baltimore. Había estudiado artes y ciencias, en la Universidad John Hopkins, durante dos años. Luego pasó a West Point, y en 1931, recibió el despacho de segundo teniente de Caballería. Ocupando el puesto de oficial ejecutivo del Primer Regimiento acorazado, cayó prisionero de los alemanes en África del Norte, en el año 1943.
 
     Mientras Goode y Waters observaban el combate, llegó al barracón el general Von Goeckel, quien convencido de que se trataba de las avanzadillas del Tercer Ejército, se constituía en prisionero de los americanos, considerando ya acabada la guerra, por lo que a él se refería. Dijo que era urgente conseguir el alto el fuego, y que era preciso advertir a los hombres de la fuerza americana que no siguieran disparando contra los servios, a los que habían tomado por alemanes. Waters salió al exterior, enarbolando un trapo blanco atado a un palo, seguido de un capitán alemán, llamado Fuchs, que hacía las veces de intérprete y de dos voluntarios americanos con la bandera de su país. La lucha había cesado casi por completo. La Fuerza Especial Baum había perdido cinco camiones y tres «jeeps», pero había puesto fuera de combate a tres tanques alemanes. Al dar la vuelta a la valla de un granero, el grupo de parlamentarios fue tiroteado por un paracaidista alemán que venía corriendo. El yerno de Patton cayó al suelo; una bala le había entrado por el muslo izquierdo, saliéndole por la cadera. Le colocaron sobre una manta y lo llevaron a los barracones, donde los cautivos, prematuramente entusiasmados por lo que creían ser su definitiva liberación, cantaban y vitoreaban a sus salvadores. La noticia de la rendición del general Von Goeckel había corrido como la pólvora. El coronel Goode habia ordenado a todos los prisioneros americanos que empaquetaran sus pertenencias, y formaran en filas de a cinco, con las mantas y bártulos a la espalda. 
 
     Anochecía ya cuando los prisioneros salieron de los cobertizos y se dirigieron a la meseta, donde los agotados hombres de la Fuerza Especial descansaban tumbados sobre la yerba. Las llamas que brotaban de algunos edificios daban un aspecto irreal a la escena. Baum se vio desagradablemente sorprendido ante el hecho de que, en lugar de los supuestos 900 prisioneros había en el campo casi 1.300. No era posible llevarlos a todos, ni tampoco podía perder más tiempo allí, con la amenaza de las fuerzas alemanas lanzadas tras de sus huellas. Le dijo a Goode que solo llevaría consigo a los que pudieran sostenerse sobre los tanques y en los camiones, luchando durante el regreso. Goode se dirigió a sus hombres, serenamente, y ordenó que se formaran tres grupos: los que irían con la Fuerza Especial; los que se vieran con coraje para escapar a pie, sin ayuda de nadie; y los enfermos o exhaustos, que deberían retornar al campamento. El padre Cavanaugh optó por quedarse en el «Oflag». Los yugoslavos sonrieron tristemente cuando le vieron regresar, al filo de la medianoche, pasando su cuerpo por el orificio abierto en la valla exterior. 
 
El general Gunther von Goeckel
   
    A las dos de la madrugada del día 28 de marzo, los quinientos americanos que habían optado por quedarse en el campamento, fueron obligados por los refuerzos alemanes recién llegados a trasladarse a la vecina ciudad de Hammelburg. Entre los heridos y los enfermos figuraba el yerno de Patton, John Waters. Dos días más tarde iba a ser curado, en el hospital de Hammelburg, por un médico yugoslavo cautivo, el coronel Radovan Danich. Danich efectuó una increíble intervención, sin otros medios que unos vendajes de papel y un cuchillo de mesa. 
 

El triste retorno

     Los hombres de la Fuerza Especial Baum se hallaban ya en el límite de sus energías. Llevaban veinticuatro horas ininterrumpidas marchando y luchando. Pero ahora les quedaba lo peor del programa: desandar el centenar de kilómetros y volver a las líneas americanas. 
 
La Fuerza Especial Baum luchando
 
     Optaron por internarse a lo largo de un estrecho camino, por el que apenas podían deslizarse camiones y tanques, para huir de las carreteras principales. Y así tuvieron la fortuna de llegar, cerca de las dos de la madrugada, a la localidad de Hessdorf, situada junto al tramo de autopista Hammelburg-Wüzburg. En esta ciudad no encontraron resistencia alguna, salvo unos camiones abandonados, que bloqueaban las calles. Baum pensó que era peligroso regresar por  el camino seguido anteriormente. Era lógico pensar que las fuerzas alemanas les esperarían sobre la misma ruta. Por consiguiente, la columna marchó hacia el noroeste, dando un rodeo. Pero los alemanes se habían anticipado a la idea. Dos kilómetros más adelante, en los suburbios de Hollrich, la Fuerza Especial Baum se vio bruscamente detenida. Una andanada de «panzerfaust» y disparos de artillería ligera se abatió sobre los «Sherman» de vanguardia. La oscuridad nocturna se iluminó por el rojo y amarillo de las balas trazadoras. El capitán Baum creyó estúpido atacar el obstáculo, y retrocedió como pudo, campo a través, para reorganizar la columna en la cima de una colina cubierta de matorrales. El balance inducía al pesimismo; Baum había partido con 397 hombres, y ahora solo disponía de un centenar en condiciones buenas para seguir luchando. Le quedaban seis tanques ligeros, tres «Sherman», los tres cañones de asalto y 22 camiones. El propio Baum estaba herido, ligeramente, en una mano y en una rodilla. Después de una breve conversación con Stiller y otros oficiales, Baum decidió trasladar toda la gasolina que restaba a los tanques, y pegar fuego a los camiones averiados. Los heridos graves fueron dejados en una casa de labranza, sobre cuya puerta se pintó una enorme cruz roja. Luego, todos emprendieron la marcha, campo a través, dispuestos a llegar a toda costa.
 
     Pero la tenaza de las fuerzas enemigas se estaba cerrando ya sobre la columna Baum. Por el sur y el noreste se acercaban cañones antitanques  autopropulsados. Por el sureste venían dos compañías de Infantería y seis carros de combate; mientras que seis gigantescos «Tigres» se aproximaban por el norte, uniéndose a una columna de tanques ligeros que afluía del noroeste. Cuando se produjo la primera descarga cerrada de los tanques enemigos sobre la Fuerza Especial, Baum ordenó que los tres cañones lanzaran granadas de humo, en una vana tentativa de ocultar sus unidades. Desgraciadamente, dos cañones, un par de tanques y varios camiones fueron alcanzados, y las llamaradas iluminaron plenamente el escenario del encuentro. El fuego alemán era tan intenso que, al cabo de un cuarto de hora, todos los vehículos norteamericanos estaban en llamas. Baum y sus hombres corrieron hacia los bosques  Con las lágrimas resbalando sobre su rostro ennegrecido, Abraham Baum se despidió de todos: «¡Formen grupos de cuatro y dispérsense! ¡Que Dios les guarde...! » Baum emprendió el camino junto con un ex prisionero de Hammelburg, y el comandante Al Stiller, que demostró ser un luchador de primera clase. Obligó a Baum a desprenderse de su chapa de identificación, para que los alemanes no pudieran averiguar que era judío. Luego cruzaron unos matorrales, seguidos por una jauría de perros. Sonaron varios disparos, y Baum fue herido, nuevamente, en la pierna. Pronto se vieron rodeados y tuvieron que rendirse. Mientras les llevaban, en varios grupos, hacia un granero, Baum, desesperado, intentó golpear a un soldado alemán con su casco de acero; pero Stiller se lo impidió, aferrándole por la muñeca y salvándole la vida. Al ser interrogados, varios cautivos escapados de Hammelburg, juraron que Baum y Stiller eran también prisioneros del «Oflag XIII B». Al amanecer, el triste tropel de americanos sobrevivientes emprendió el regreso al campamento. Baum comenzó a andar, carretera adelante, apoyándose en el recio hombro de Al Stiller. Tácticamente, la misión de la Fuerza Especial Baum fue un fracaso absoluto, y lo que es peor, una locura injustificable, que no añade un adarme de gloria a la sobrevalorada figura de George Patton. Pero, estratégicamente, la temeraria empresa tuvo unos efectos que nadie había soñado. 
 
De nuevo prisioneros
 
     La confusión se apoderó de todos los pueblos y ciudades por donde transcurrió la ruta de la Fuerza Especial. Ante el anuncio de que llegaban Patton y sus hombres, muchos alemanes abandonaron sus hogares y produjeron embotellamientos en las ya sobrecargadas carreteras y autopistas. El propio Séptimo Ejército creyó que se trataba de una ofensiva en regla, y quitó fuerzas de otros importantes sectores del Rhin, para lanzarlos sobre el imaginario ataque fulminante. Para el historiador, sin embargo, lo más extraño de este episodio es la manera en que fue tergiversada, manipulada, falseada y silenciada la verdad de los hechos, en un Ejército de una nación tan democrática como los Estados Unidos de América.
 
     El oficial de prensa del Tercer Ejército se limitó a decir que «se había perdido una Fuerza Especial...», sin dar ulteriores explicaciones. Pero como empezaron a correr ciertos bulos y rumores, el mismo Patton, a regañadientes, reunió a los corresponsales de los principales diarios americanos, unos días después, y les mintió descaradamente. Juró que hasta nueve días después de la llegada de Baum al «Oflag XIII B», no se enteró de que su yerno estaba allí prisionero. «Tratamos de liberar el campamento —acabó diciendo—, porque temíamos que los alemanes, los nazis, al retirarse, pudieran dar muerte a nuestros muchachos.»
 
     Los generales Eddy y Hoge, y los tenientes coroneles Abrams y Cohen, que sabían la verdad, se callaron por temor de Patton, o por la amistad que les unía con él. El comandante Al Stiller, murió tan callado y taciturno como había vivido, sin despegar los labios. Lo asombroso es que, después de la muerte de Patton en accidente, se mantuvo el impenetrable muro de silencio. El informe del capitán Baum, Notes on Task Forcé Baum, quedó cerrado en un archivo, y tardó lustros en ser divulgado. William Hoge, Manton Eddy, y el propio Baum, esperaron casi veinte años en hablar del turbio asunto. A partir de 1965, sin embargo, el público norteamericano pudo enterarse de la temeraria misión de la Fuerza Especial Baum. El escritor John Toland obtuvo declaraciones de los generales Eddy y Hoge, y hasta del propio yerno de Patton, John Waters; la Escuela de Infantería de Fort Benning, en Georgia, publicó dos monografías sobre el golpe de mano; y el padre Cavanaugh escribió un emotivo libro American Priest in a Nazi Prison. El muro de silencio había sido derribado.
 
Cerca de alambre de púas con torre de guardia - OFLAG XIII-B